ASIER PUGA

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Nostalgia del futuro

Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

Se discute mucho sobre la situación de crisis del arte, o siendo más concisos, de la creación musical actual y la sociedad. ¿Pero y si la verdadera cuestión residiese, precisamente, en que esa crisis que debiera existir, no existe como tal? En la actualidad, el contexto artístico/musical no está en crisis -entendida como ese (necesario) estado de inconformismo, de búsqueda, de cambio-. En la actualidad no existe esa confrontación de ideales estéticos o creativos, sino simplemente una confusión entre el receptor y el emisor, entre los que no se dirigen a ningún sitio y los que (simplemente) se mueven, pensando que el mero movimiento ya es una dirección.

Nos encontramos en un barrizal en el que a lo que llamamos crisis, no es más que al acto de seguir con la cabeza fuera del agua, continuar respirando pero semihundidos, como el perro de Goya, pero en nuestro caso agradecidos de, por lo menos, mantener la cabeza a flote. 

La confusión es de tal magnitud que nos lleva a no darnos cuenta de que nuestra crisis no se basa en el qué o el porqué hacer (creativamente hablando), sino en el cuándo y dónde. Necesitamos una crisis que (nos) incomode, que nos obligue a replantearnos constantemente la realidad y necesidad de nuestra actividad desde la base puramente creativa/artística, que el fin en sí mismo no sea hacer/crear un producto que pueda ser absorbido y neutralizado por un sistema, sino las nuevas coordenadas que surgen del proceso de búsqueda; coordenadas que nos conduzcan a un nuevo resultado, aquel que en el momento de aparecer conlleve su propia negación y, por tanto, nos impulse a comenzar de nuevo. 

No se trata de que debemos estar en crisis, se basa en que debemos llevar a la sociedad, en términos estético-artísticos, a un estado de crisis continua. Una crisis donde se planteen nuevas formas de ver, de escuchar, en definitiva, una suerte de catarsis que ponga en cuestión el statu quo de nuestra realidad contemporánea. 

La duda, ¿cuántas veces vemos dudar en público? En cuántas obras sentimos las dudas del creador, los espacios grises que ni ellos mismos saben explicar el porqué de su existencia, pero que son esos elementos y no otros, los que hacen que esa creación adquiera una pátina de extrañeza, de anomalía, de singularidad. Por ello, convendría en un ejercicio de honestidad, dejar claro que el arte, en sí mismo, no es necesario ni fundamental; se dice: “el teatro es necesario”, depende, “la literatura es necesaria”, depende, “la música es necesaria”, una vez más, nuestra respuesta debe adquirir un carácter de equidistancia: depende. Depende del ejercicio de sacrifico en base a un contexto de crisis al que el creador deberá adentrarse y del que surgirán cosas, de las cuales sí que me atreveré a definir como necesarias. Necesarias no por sí mismas, sino por lo que se desprende de ellas.

La crisis en la que nos encontramos se basa en habernos convertido (sí, nosotros) en figurantes de una narración prefijada, de una simulación. Todos cumplimos (consciente o inconscientemente) con el cometido social de nuestro papel; desde el personaje reaccionario, pasando por el indiferente, hasta el intelectual que ensalza la necesidad de un arte radical. 

Todo y todos delimitan, con sus imposturas e interpretaciones, el terreno de juego. Todo se desarrolla dentro de los límites controlados, nada ni nadie se sale del guión porque, ¿qué hay más allá de los límites de la narración? Los límites, como el entorno, los marcan los extremos, por tanto, ¿podemos suponer que existe una suerte de influencia, por mínima que sea, entre los extremos? ¿Qué ocurriría si, de repente, todo el mundo estuviese interesado en el arte más radical (¿entendido como aquel que intenta ir más allá de los extremos?), en las propuestas más experimentales? ¿Haría esta nueva situación (social/cultural) que los artistas cambiasen su estética? El silencio se impone; y llegados a este punto, sinceramente, me interesan más las preguntas que las respuestas. 

Esto me conduce a proponer otra cuestión: ¿cuál es el sonido contemporáneo? La pregunta es tan ingenua que hasta puede parecer ridículo realizarla, pero creo que es interesante proponerla. ¿Cuál es el sonido que marca el avance, la transgresión a una nueva etapa estética/sonora? ¿Es un sonido el que lo delimitará con su llegada, o es el elemento posterior: la dialéctica/confrontación con el oyente el que dota a ese sonido con el adjetivo de novedoso? En definitiva, ¿es el creador, el oyente, o la obra misma, la que concede la confirmación de una evolución? Cuantas más preguntas surgen, más pertinente parece cuestionarse sobre la realidad del (posible) “sonido contemporáneo”. Vemos los intentos de los compositores por crear nuevos sonidos, no reflexionando sobre la pura realidad sonora (como por otra parte siempre han hecho los artistas sonoros) sino por el juego, en muchos casos, entre expectación, memoria y resultado. Un claro ejemplo es el piano preparado. Ante nosotros: un piano de cola; la imagen sonora ya resuena en nuestros oídos (memoria), pero del interior del instrumento surgen sonidos que no se relacionan con nuestra memoria sonora del instrumento. Un piano que suena “electrónico”, “metálico”, “roto”... En definitiva, un piano que imita otros sonido ya existentes, pero aún así, el juego nos resulta atractivo, novedoso, y lo aceptamos y usamos en nuestras obras, pero sin darnos demasiada cuenta de que lo que estamos haciendo, a nosotros mismos, es un juego de ilusionismo, un trampantojo sonoro con el que rehuir la verdadera cuestión: ¿cuál es el sonido contemporáneo, el correspondiente a nuestro tiempo?

En el siglo XX ha sido, sin genero de dudas, el sonido electrónico. Salto hasta los años 50 y, concretamente, a la música electroacústica; si analizamos las composiciones de entonces con las de ahora, es evidente que ha habido una evolución (más en algunos autores y autoras que en otros) pero en realidad, esa libertad que supuestamente debe dar el descubrimiento de un nuevo campo sonoro, se ha ido traduciendo con el paso de los años en un cliché sonoro; una vez más, un nuevo personaje dentro de la narración prefijada. La  práctica de la electroacústica no se ha normalizado dentro de la creación musical, solo hay que ver la gran cantidad de compositores/as que no tienen la escritura con sonidos electroacústicos como una herramienta más de sus creaciones, y los que sí que la utilizan, parecen incapaces de salirse del cliché sonoro creado por los y las grandes creadoras del siglo XX… por ello, es lógico que la imagen cinematográfica, pese a que nace más o menos a la par que los medios sonoros de grabación y reproducción, no se haya incorporado, en pleno 2019, con normalidad a la escritura contemporánea. Aquellos compositores que lo hacen, se los denomina como novedosos, rupturistas con la imagen tradicional de compositor, pero ese alago se convierte en un crítica ácida del entorno creativo al que hemos llegado, y al que todos, por acción u omisión, hemos contribuido a construir.


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La creación de nuevas sonoridades implica, forzosamente, la creación de un nuevo tipo de escucha, que se extiende a su vez, a una reflexión del espacio performativo, arquitectónico, programático… En otras palabras, un desmoronamiento de un tipo de realidad por otra(s).

Esta combinación entre el supuesto sonido contemporáneo y la influencia de las imágenes en la sociedad actual, me lleva a plantearme si es posible conseguir la imagen de un sonido, y no me refiero únicamente al aspecto científico de recoger fotográficamente una onda sonora, sino si es posible sustituir un sonido -siguiendo de manera opuesta la intención de Bresson- por una imagen u otro medio visual. Este planteamiento, nos lleva inevitablemente a replantearnos qué significa la escucha, y ampliar la concepción de escucha física, es decir, aquella por la que recibimos un estímulo sonoro por medio de una onda sonora que impacta, físicamente, contra nosotros, a otra, de carácter más ontológico, que plantee qué es lo que hace que un sonido sea un sonido, ¿la escucha del mismo, la propia vibración, nuestra consciencia de ello?

Nunca antes en la historia, el ser humano había estado tan en contacto con lo sonoro como en la actualidad, y con “lo sonoro” me refiero precisamente a todas las fuentes sonoras que conocemos: desde el sonido artificial de las ciudades contemporáneas, hasta las diversas fuentes sonoras que reproducimos y creamos a través de los medios electrónicos, hasta el (cada vez más mermado) sonido de la naturaleza o el que emitimos los humanos para comunicarnos. Es muy habitual ir por la calle o en el transporte público y observar como cada persona se auto-aísla en una escucha individualizada por medio del uso de auriculares u otros medios de reproducción, en medio del propio sonido de la ciudad. Tapamos el sonido con sonidos; vivimos y nos socializamos en un laberinto de sonidos superpuestos, nunca antes habíamos estado en una situación de estimulación sonora como la actual, y ello nos conduce a la paradoja de que nunca el silencio, cuando llega, había sido tan ruidoso. 

Nos encontramos en una crisis de estímulos; hay tantos elementos que nos estimulan continuamente que poco a poco nos volvemos insensibles a ese elemento. Ha pasado con la violencia, con las imágenes, con el lenguaje, o con la pornografía; y ahora está ocurriendo con el sonido. ¿Qué debe hacer el arte o los artistas a este respecto? ¿Debemos sucumbir a la inercia de la sociedad o por el contrario podemos responder con una nueva forma de escucha?

Mi posición es la de actuar, comenzando por cuestionar la realidad actual que nos conduzca a una nueva forma de escucha, radical y totalizadora, que nos vuelva a conectar con el poder del sonido. Quizás ha llegado el momento de plantearnos que el concepto de sonido, ya no es únicamente un elemento físico-acústico, sino que su (nuestra) evolución nos ha liberado de su justificación científica, para conducirnos a una nueva significación que transcienda su naturaleza física; por ello, podemos plantearnos que nuestro sonido contemporáneo, el correspondiente a nuestro tiempo, quizás no venga a través de una onda sonora, es decir, un nuevo sonido que no se perciba por el sentido auditivo sino que sea a través, o por medio, de una transfiguración de los sentidos, y por tanto, de los elementos que los afectan. Una nueva frontera llena de oscuridad por iluminar. 

Hace más de 100 años parecía casi imposible que existiera un mundo de posibilidades fuera del sistema tonal, y lo había, dando material para todo un siglo de creaciones. Quizás, es el momento de plantearnos que puede que haya un campo de actuación, más allá de lo propiamente sonoro; un futuro libre y sincero con su tiempo. Un futuro, del que ya siento nostalgia.