Y el silencio ya estaba allí

 
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Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

En la actualidad, todo se reduce a la mirada, y por tanto, a lo que la alimenta: las imágenes. La realidad contemporánea se desenvuelve en la dialéctica de las imágenes. Hay redes sociales con un límite de caracteres, incluso, hay una red social centrada principalmente en eso, en la “comunicación” por imágenes. El alfabeto se está viendo paulatinamente arrinconado por el desarrollo de la comunicación digital; en un primer lugar por la abreviatura de palabras (“xq”, “k tal”) de la mensajería rápida, y desde hace un tiempo, por los gifs o emoticonos -nuevamente imágenes. 

El «lenguaje de las redes», como se ha definido en un intento vacuo de otorgar solidez “poética” a lo que simple y llanamente es el empobrecimiento léxico y comunicativo de nuestra sociedad, es un elemento más de esta transformación que la tecnología está produciendo en la comunicación, pero no en términos informativos (que también) sino, y especialmente, en nuestra comunicación individual. 

Toda nuestra vida se filtra a través de las pantallas: nos informamos a través de una pantalla (televisor u ordenador); nos comunicamos (este texto es un ejemplo perfecto de ello, así como de la contradicción contemporánea); nos entretenemos y trabajamos; nos socializamos, nos enamoramos, e incluso desarrollamos nuestra actividad sexual gracias a las interacciones producidas a través de una pantalla. Se utiliza mucho la metáfora de la ventana para referirse a lo que simple y llanamente es la frialdad de la distancia generada por la tecnología. Una ventana que ciertamente nos permite observar, conocer, pero la cual nos imprime la ilusión de un hecho ficticio, a través de una (ilusoria) proximidad digital que se traduce en la corporeidad de la individualidad, de la soledad, en última instancia. 

El confinamiento al que se ha visto sumida nuestra sociedad, nos ha obligado a desarrollar nuestra vida diaria a través de la lógica tecnológica (la cual no surge de forma abstracta de ese espacio mitificado que es la “red”, sino que responde, y esto no hay que olvidarlo, a unos intereses políticos muy medidos). Dicha lógica pone en evidencia de forma radical, que la diferencia orgánica entre el individuo y la tecnología, antes y durante la pandemia, es casi mínima. 

El ámbito cultural, por ejemplo, en el que la relación con el público/receptor es tan determinante, se ha visto reducido (tristemente) a la lógica digital. Son numerosos los vídeos que recorren la red de instrumentistas que, en un ejercicio kitsch de virtuosismo digital, han interpretado piezas conjuntamente desde sus domicilios, elevando la lógica retorcida de la red (no estás solo si en tu pantalla tienes a alguien) a la práctica musical. Ejercicios disfrazados de generosidad, de solidaridad, sí, pero para con uno mismo, ya que todo el mundo quiere mostrarse, quiere ser visto por el otro. Lo “otro”, una figura tan abstracta como perversa que, convertida ya en la idealización suprema del concepto de masa, nos aboca individualmente, siguiendo la terminología de Alain Brossat, al gesto prostitucional contemporáneo: «uno tiene que exponerse para ser visto, ser visto para ser reconocido, y ser reconocido para poder venderse»1.

De esta forma, parece ser que la comunicación es la obsesión durante este estado de reclusión obligatoria. Los artistas deben ser comunicativos, pues ahí parece radicar la naturaleza de nuestro trabajo (?), y qué mejor lugar para hacerlo que en la red, un espacio tan indeterminado como (aparentemente) infinito en extensión y posibilidades; un agujero que no rechaza nada, en el que todo se aprovecha en un suerte de personificación digital de lo que se ha convertido el término “cultura”: un espacio en el que se acepta todo, nada se discrimina porque precisamente ahí radica su lógica, en la aparente pluralidad de aceptar todo para neutralizar todo; o en otras palabras, la personificación de la lógica capitalista en el (empobrecido) área de la práctica creativa. 

En mi opinión, esta situación ejemplifica la falta de pensamiento crítico entre los creadores actuales (tanto los que crean como los que recrean), y evidencia la supeditación del arte a las inercias dominantes de la sociedad actual. Interpelamos a la masa porque somos parte de ella. Si la gente quiere ver a unos músicos tocando una obra por su webcam, lo hacemos; si los vídeos de gente tocando en sus balcones tienen éxito, lo replicamos; si la gente sube vídeos interpretando obras desde sus casas, igualmente, lo repetimos. «¿Pero qué hay de malo en eso?», podrán pensar algunos, «vivimos un momento extraordinario que necesita respuestas extraordinarias», podrán argumentar otros; o quizás otra persona deduzca, a través de la duda (de la mirada), que todo esto no son más que gestos, bufonadas, que no hacen otra cosa que banalizar y reducir a la definición más básica de entretenimiento, la actividad y necesidad creativa de un sector muy incomprendido y precarizado, el cual tristemente, será uno de los que más vaya a sufrir el embate (económico) de la nueva realidad que se generará tras la pandemia. 

Pero no nos preocupemos; la red nos permite esconder esas deficiencias de nuestro colectivo invitándonos a ser participes, a sumarnos -por medio de nuestro trabajo “creativo”- a esa comunidad de individuos que desarrollan su empatía de forma digital; visibilizarse para no ser visto, ayudando a la perversión del estímulo que se ejecuta de manera despiadada en nuestros dispositivos digitales; reducir, en última instancia, nuestra mirada y nuestra escucha, nuestro ojo y nuestro oído, a un mero órgano corporal. Por ello me pregunto, entre el desasosiego y la esperanza: ¿cuál es nuestra responsabilidad como creadores, como artistas?¿Cómo podemos mantener la naturaleza de nuestra realidad artística sin sucumbir a las tentaciones de las (nuevas) sociedades digitales? 

Si convenimos que el cine trata sobre la mirada, enseñándonos a mirar; la música, en consecuencia, hace lo propio con la escucha. Como decía al comienzo de este texto, actualmente estamos acechados por las imágenes; nuestra mirada está hostigada continuamente por imágenes banales, las cuales no pueden servir como sustituto del trabajo artístico, reflexivo e íntimo, surgido de las experiencias vitales e intelectuales de una persona o de un colectivo determinado. Trabajo, no lo olvidemos, que tiene su fin en la dialéctica/generosidad con el espectador, con el otro (no con “lo” otro); una mirada (del artista), que genera algo (la obra), que concluye en otra mirada (del espectador). 

He preferido sustentar mi argumento en la imagen, y por tanto en el cine, ya que la música por su realidad abstracta es más esquiva a la hora de ejemplificar estas contradicciones a las que nos vemos (irremediablemente) abocados. Ahora más que nunca, el confinamiento parece no dejarnos más opción que traducir nuestra rutina a los códigos y medios digitales, viendo con asombro que una vez más, importa más el qué, que el porqué; interesa más el hacer algo, sea como sea (gesto prostitucional), que el razonamiento que nos conduce a hacerlo (reflexión artística). Conviene más sumarse a la moda de las grabaciones caseras, que reflexionar sobre la naturaleza de nuestra práctica artística en una anomalía como la actual (como sí han hecho, y esto hay que reconocerlo, una minoría esperanzadora de colectivos y creadores). Se valora más el generar contenidos que el esfuerzo por reducirlos. Cuando todo el mundo está hablando a la vez, en vez de callarnos y ejemplificar la base de nuestra disciplina musical: la escucha, nos sumamos a esa cacofonía de (absurdo) contenido en la que se han convertido las redes sociales en las últimas semanas. 

Nuevamente, una situación extraordinaria como la actual ha servido como revulsivo para evidenciar la decadencia que la realidad artística contemporánea arrastra desde hace mucho tiempo. Ese silencio que ahora recorre nuestros espacios habituales de trabajo: nuestros teatros, nuestras salas de concierto, nuestras librerías, nuestros cines… es el mismo silencio que había cuando todavía estábamos allí, convocándolo con nuestras acciones mientras sucumbíamos poco a poco a las lógicas implacables del consumo. 

El silencio, como el sonido, ha perdido todo su valor. La urgencia de la vida contemporánea arrasa con todo, y la música parece haberse convertido en enemiga del elemento que la organiza: el tiempo; por ello, creo que es el momento en el que los artistas, los creadores, nos deberíamos apartar; alejarnos del ruido digital para acercarnos al silencio de las calles; aprovechar este extraordinario momentos de pausa para cultivarnos, para complejizarnos, y poder interpelar en el futuro a la sociedad que surja tras el (triste) paréntesis que supone este virus. 

Si ahora es el momento de la sanidad, estoy convencido que después será el momento de los artistas; de aquellos que con sus ideas acertadas o equivocadas nos sigan convocando a pensarnos diferente; que continúen mostrándonos que las certezas se derriban con una mirada, con un sonido, con una palabra; que podamos, en definitiva, seguir recorriendo el rastro de sus intentos, porque sus sueños, serán nuestra esperanza. 

 1 Brossat, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid (2016)