ASIER PUGA

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El oído extendido

Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

Una partitura desconocida, en su primer contacto, nos sumerge en la oscuridad de su conocimiento. Al descifrar su codificación (lenguaje), poco a poco la luz comenzará a surgir, para finalmente encontrarnos con la realidad que transciende el código, que nos volverá a sumergir en la oscuridad del enigma de lo inasible, de aquello que no se puede reducir a las geometrías limitantes del lenguaje. 

Este juego de luces, es al que sucumbimos los intérpretes a la hora de afrontar el estudio de una obra. La hoja de una partitura puede transmitir una gran cantidad de información con un simple vistazo a su apariencia, al detalle o ausencia del mismo, al ordenamiento de los símbolos, de la grafía musical sobre el pentagrama. El posterior estudio de la obra determinará la veracidad de ese sentimiento, pero un primer vistazo nos puede aportar mucha información. Acto, por cierto, al que el oyente está excluido. 

En las últimas semanas he estado ocupado en el proceso de estudio de 5 obras que he estrenado recientemente. He abierto cada partitura consciente de que soy una de las primeras personas que la ven y la oyen, aunque esa escucha, es todavía una escucha especulativa; hay que modelarla a través de la lógica imperfecta (grafía=censura) del análisis musical, para luego abstraernos de ella para entender el gesto musical y trasladarlo a los ensayos de la forma más clara y concisa, donde nuevas propuestas de visión de la obra surgirán por parte de los intérpretes; el propio espacio arquitectónico de la sala de ensayo y de concierto generará nuevas realidades sonoras que deberán ser controladas, evitadas o moldeadas por el intérprete. 


Son los instrumentistas y el director, los verdaderos oídos del oyente tanto en cuanto son los generadores y responsables de la materia sonora que se presenta ante el público en cada concierto. Su interpretación se basa en el trabajo realizado durante los ensayos, pero la experiencia respecto a la estética que se está trabajando es fundamental para entender y poder expresar de la forma más fidedigna posible, lo que el compositor ha querido, y aquí, es donde todo nuestro planteamiento musical hace aguas. 


Siempre se habla de la problemática de la música contemporánea y el público -casi todos mis textos giran (in)conscientemente sobre ello-, ignorando que uno de los principales problemas es la falta de sensibilidad de los intérpretes, que tienen que defenderse y expresarse a través de un lenguaje y unos condicionantes técnicos y sonoros que les son ajenos, y en muchos casos, indiferentes. ¿Nos imaginamos el resultado de una obra teatral o cinematográfica en la que ninguno de los actores y directores cree, entiende o, incluso, respeta? Este hecho, que llevado a otras áreas interpretativas cobra la singularidad de esperpento, en la música contemporánea se da con demasiada regularidad. 

Es cierto que el reto sonoro que supone para los oyentes lo es y lo ha sido también para los intérpretes, incluso para aquellos que trabajan regularmente con los creadores actuales. Cada creador es un mundo en sí mismo, de ideas, referencias, gustos e intereses, por ello, estas dificultades se incrementan cuando los intérpretes no tienen la experiencia ni el interés necesarios para sobrepasar esos elementos. Este hecho no es una problemática del siglo XX o del actual, la confrontación entre los intérpretes y los avances musicales ha sido una máxima que se ha repetido a lo largo de la historia de la música, pero creo que en la actualidad, este hecho se está acentuando notablemente. 


Si analizamos objetivamente la educación musical en España, el período histórico en el que se centra la enseñanza (interpretativa, técnica, estética, teórica…) del intérprete actual, se reduce a un lapso de poco más de 200 años, que abarca del siglo XVIII a principios del siglo XX. Por supuesto, hablo en términos generales, hay muchas excepciones tanto en el profesorado como en el alumnado que rebasan, por ambos extremos, este límite temporal, pero en general, los músicos conocen a Stravinsky y no tienen ni idea de Webern; están relativamente familiarizados con Vivaldi pero no saben nada de todas las niñas y mujeres que, dentro del convento della Pietá, le inspiraron y defendieron su música con sus interpretaciones; admiramos y elevamos el trabajo microtonal de Ligeti mientras ignoramos las obras microtonales que el compositor mexicano Julián Carrillo ya había realizado 40 años antes. Esta inercia crea un vacío cultural y aboca a ese intérprete a algo que es muy peligroso: la pérdida de la capacidad de asombrarse, de enriquecerse por lo desconocido y no por aquello en lo que encontramos, al fin y al cabo, nuestro propio reconocimiento. 


El sistema educativo musical español, en todos sus niveles, debe hacer un profundo ejercicio de reflexión y autocrítica, y dejar claro que en los conservatorios lo que se enseña es a dominar un período concreto de la historia de la música, el cual, por otra parte, es el que explotan los ciclos y las orquestas sinfónicas en sus temporadas. 

¿Por qué no puede comenzarse la enseñanza musical por la actualidad, e ir “avanzando” hacia el pasado? Lo que hace una persona cuando coge por primera vez un instrumento es tocarlo intuitivamente, produciendo sonidos sin ningún tipo de condicionamiento técnico o cultural. Se toca sobre el puente en los instrumentos de cuerda, se aprietan varias teclas a la vez, se producen sonidos con las llaves o de aire en los instrumentos de viento… Muchos de estos gestos instintivos con el instrumento, han sido y son utilizados por los compositores del siglo XX y en la actualidad; dichos gestos, con el paso del tiempo se han elevado a la categoría de técnica, y ya no se presentan ante el intérprete con la naturalidad virginal del primer contacto con el instrumento; ahora hay que superar las barreras del condicionamiento cultural, temporal y estético, que en los conservatorios y en los ciclos sinfónicos se imponen. 

En el proceso de enseñanza, en todos sus niveles y estamentos, el orden y la longitud y riqueza de nuestra historia musical hace que nunca quede tiempo para hablar, con la profundidad necesaria, de las (numerosas) evoluciones musicales del siglo XX y el siglo XXI. Esto es equiparable a si en la enseñanza de un idioma, se comenzase a explicar cómo se hablaba ese idioma en la época barroca y sus diversas transformaciones (erosiones) hasta llegar a las puertas del siglo XX, y ahí se terminase la enseñanza, sin tiempo para explicar cómo se habla y se construye esa lengua en la actualidad, dejando al alumno mudo, aislado en su propio anacronismo léxico, sin posibilidad de comunicarse con sus semejantes. 


Así es como acabamos los músicos al terminar nuestra formación musical, mudos, aislados; como intérpretes reproductores de una época pasada, como futuras gramolas humanas que respondan a las exigencias de las políticas económicas, de las entradas de las salas de concierto; del sistema, en definitiva, que rige con mano de hierro la vida musical.